-¡Pero, qué pasa! ¡que hacéis arriba parados y muertos de miedo! Acercaos y echadme otra soga para quitar estos trastos del medio y seguir trabajando, que para eso nos pagan y por eso cobramos dinero. Que bien nos viene para el pan de nuestros hijos y el vino de la taberna y algún día extraordinario los cacahuetes, y en días de fiesta grande, algún que otro arenque.
¡Parecían voces del Cielo!
-¿Está vivo? ¿No te duele nada?; preguntaban a distancia sus compañeros-
-Vamos, no tengáis miedo, que os asustáis más que las gallináceas, gritaba Fructuoso.
-¿Y si explotan los barrenos?
-¡Que narices van a explotar los barrenos!- Y les lanzó desde el interior un trozo de mecha que estaba quemada por un extremo y cortada de un fino tajo por el otro.
-¿Cómo lo hiciste? ¡No podemos creerlo!
-Con el cuchillo que llevo en la faja, es costumbre de nuestro tiempo, pero de no llevarlo, con tal de seguir con vida, con tal de disfrutar viviendo lo hubiera hecho con los dientes. Vamos, menos hablar y sigamos trabajando, que yo no me quejo de estos chichones y arañazos, ni siquiera iré al curandero.
Y siguieron trabajando aquella jornada.
En el momento más importante del día, que es el del alimento, sus compañeros no comían, estaban apesadumbrados, cabizbajos y sin apetito, pensando en la tragedia que podía haber ocurrido.
-¿Cómo, qué no queréis comer? ¿Por qué tanto meneo de cabeza? Esto lo soluciono yo enseguida –hablaba sonriendo Fructuoso-. ¡Qué buena pinta tiene esta gran tortilla de patata y qué color los torreznos que nos ha preparado esta mañana, la Señora propietaria del terreno. Y el vino, ¡qué fresco está! Voy a comer y beber con más ganas que nunca y brindar por la vida… ¡Salud!
Antonio Villada
Por aquella época la escasez asolaba la comarca. Eran tiempos difíciles, a veces el sudor de la frente no bastaba para alimentar a la familia. Entonces, la caza furtiva era la mayor tentación. Tan sólo los más hábiles, escopeta en mano, llenaban su morral y burlaban a la Guardia Civil.
Fructuoso “el zapatero” trae de cabeza a la autoridad. El intrépido olvegueño y su yegua conocen palmo a palmo cada rincón de la sierra. Agazapado ente la maleza, observa cómo los uniformados pasan de largo tras su pista y él, victorioso, regresa al pueblo.
