Las fiestas de mayor arraigo y devoción son las de la Virgen de Olmacedo. Comienzan con el "Día del Chorizo", el sábado anterior a las comuniones. Por la tarde, centenares de niños y personas mayores se acercan hasta la ermita para recoger un tallo de chorizo y un chusco de pan. Esta tradición llega hasta nuestros días y tiene su auténtico origen en los niños que antiguamente iban a limpiar las piedras del camino por el que la Virgen sería llevada hasta el pueblo al día siguiente. Después se les obsequiaba con esta merienda. La misa del día siguiente es en la ermita, pero se sube en procesión desde la Iglesia de Santa María la Mayor, ataviados con el traje regional para la ofrenda floral. Tras la misa, la Virgen es llevada a hombros por los feligreses, desde su morada hasta el pueblo, donde pasa nueve días, presencia la primera comunión de los niños y el martes es de nuevo devuelta a su ermita. Este día es la Fiesta de la Virgen de Olmacedo.
Desde la Plaza de España, junto con la corporación y la Banda Municipal, se baja hasta la iglesia el ramo de la Virgen. Acompañado de cánticos, las señoras que lo han vestido, lo portan bailando, y tras la misa, se sube en procesión hasta le ermita, donde se procede a la subasta de regalos donados por aquellos que quieren hacer una ofrenda a la patrona.
Otros actos, como las verbenas y las ferias, acompañan a los vecinos de Ólvega y visitantes durante estos cuatro días, en los cuales se reúne la familia. Los pequeños toman la primera comunión y sobre todo prevalece el agradecimiento de los olvegueños a la Virgen de Olmacedo, por quedarse entre ellos. Y es que, entre retazos de leyenda e historia, los monjes de Fitero veneraban a la Virgen de Calatrava en la ermita de Ólvega. Cuando marcharon quisieron llevársela con ellos, pero Ella regresó y fue a aparecer en un olmo, de ahí su nombre.
En el siglo XII se marcharon de esta villa de Ólvega los monjes Cistercienses, que habitaron un Monasterio, a los pies de la sierra del Madero durante muchos años.
Por aquellas fechas la actual Ólvega se llamaba Alauva y sus habitantes tenían una gran devoción a la Virgen de Calatrava, su excelsa patrona.
Cuenta la historia, entre retazos de verdad y de leyenda, que los hijos de San Bernardo decidieron trasladar su residencia a Fitero, y en un día de la Ascensión del Señor formaron una caravana numerosa de carros, tirados por bueyes y caballos, para llevarse a Fitero todo lo que contenían en su convento de la entonces aldea de Alauva.
Las gentes salieron al camino para dar su adiós, no tanto a los frailes como a su virgen de Calatrava, su excelsa patrona. Agitaban los pañuelos y el llanto nubló muchos ojos. Se dice que lloraron las mozas, muchas de las cuales acudían hasta el trono de la Señora para exponerle sus pesares y hacerle ofrenda de bellas ilusiones.
Aquellas mozas de hace siete siglos, que tenían, como nuestras jóvenes de hoy, sensible el corazón y viva la fe, sentían que se les fuera su Virgen, porque ¿a quién iban a contar sus penas?
Lo mismo ocurría con dos pastorcillos, Juanico y Pedro. Ellos que arreaban sus rebaños por los valles poblados de robles se acercaban hasta el monasterio, cuando el ganado estaba de siesta, y se iban hasta el altar de la Virgen, para hacerla partícipe de sus preocupaciones, de aquella ovejuela que se les había quedado perdida, y de aquel corderillo que triscaba en el atrio del convento, para que no fuera nunca víctima de los lobos, que aullaban en las noches por las crestas de los montes.
También Juanico y Pedro, cuenta la historia, que salieron aquel día a decirles adiós a los frailes cistercienses. Y preguntaron al hermano lego, que si volverían pronto; y les dijo el frailecillo que sí, pero que rezaran mucho.
Ellos, que no se habían percatado de que la Virgen de Calatrava iba, sentada en un trono, sobre los aparejos de un hermoso caballo blanco, camino de Fitero, cuando la Caravana de frailes ya se perdía en la lejanía, corrieron hacia el convento y se arrodillaron ante el altar de la virgen para rezarle, para que volvieran en seguida sus queridos frailes.
Pero Juanico y Pedro se pusieron muy tristes cuando vieron que el trono de la Señora estaba vacío. Tanta fue su pena y tan amarga la desilusión, que sin que ellos hubieran cambiado más palabras que el patético mirar de sus ojos, un relámpago y estruendoso trueno les hizo mirar hacia lo alto y salieron corriendo de la iglesia para cuidar de sus rebaños. Fue entonces cuando cayeron postrados de hinojos. La virgen Inmaculada, resplandeciente más que todos los soles de mil cielos, estaba allí, sobre las cimbreantes ramas de un olmo centenario.
La Virgen no se quiso ir a Fitero; se quedó allí, entre sus hijos de Ólvega, y con la rúbrica de un milagro que trasciende los siglos. Ella se llamará siempre la Virgen de Olmacedo.